lunes, 26 de octubre de 2009

Ágora



Impresionante. Maravillosa. Sobrecogedora. Cuidada. Inteligente. No, lo siento, no hay mujer, ni tampoco hombre supongo, que puedan ajustarse a esta descripción, pero la última película de Alejandro Amenábar se acerca bastante a estos calificativos.

Poco sería lo que nos gustaría dejar de contar de sus poderosas y clásicas imágenes, como el hecho de tratarse de una película en la que la protagonista no aparezca ni siquiera la mitad del metraje en pantalla sin que por ello nos olvidemos nunca de ella, luz de razón en un mundo en el que el fanatismo se abre paso victorioso. Quizá para algunos su tono intelectual o academicista en el sentido griego de lugar en el que buscar el saber, y no en el de la Ministra de Cultura de defender lo ajeno como propio, pueda resultar demasiado cerebral o culto, pero si ese es su caso recuerde que en su centro comercial habrá varias películas que no le defraudarán y de las que aquí no podrá leer. No me malinterpreten, Ágora es también una película de centro comercial y para todos los públicos, pero con unas referencias al mundo actual, que no es sino el mismo de siempre, que deben ser evidentes para cualquiera que ojee despistado un periódico solo de vez en cuando. El cine es maravilloso de por sí cuando entretiene y nos llena la mente de personajes y de acontecimientos que eclipsan lo que nos podría haber ocurrido de no haber entrado en esa sala oscura, pero cuando ese cine se tiñe también de tintes trascendentales, cuando se enfrenta un personaje que vive en su propia conciencia sin plantearse siquiera cambiarla para así adaptarse a su tiempo, cuando una película solo necesita sugerir una historia de amor para que creamos que ésta ha ya existido, cuando en un guión honesto se asume que la única concesión a la esperanza puede ser una muerte menos indigna que otra (aunque la muerte no entienda de estas bobas matizaciones), cuando una película funciona, surge la magia, y uno desea que no pasen los minutos, que no acaben las disquisiciones, que no pare la bobina de dar vueltas.

Miren. Yo no entré convencido en esa sala de cine. En la sala llena estaba en un lateral, a 45º de la pantalla. Pero durante algo más de dos horas habité Alejandria, la palabra elipse se susurraba en mis labios, admiré a todos los actores de los que ninguno me pareció fallar, recordé los Budas de Afganistán destruidos cuando veía destruirse otra estatua, recordé que ninguna cultura o religión debería sentirse capaz de dar lecciones a otra y, como solo ocurre una o dos veces al año, envidié a aquel capaz de escribir y hacer una película como ésta. Su mejor película. Alguien que se mantiene aparte de las polémicas y absurdas quejas de algunos de nuestros vampiros chupaimpuestos del mundo del cine y que, como los grandes, lo único que hace, como si eso fuera sencillo, es contar una buena historia.

No se la pierdan.

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